Ms Puddle's Haven

Relación Peculiar Capítulo 7 (Parte 1)

¡Gracias por su paciencia! Quería leer más referencias para este capítulo, por lo que me tomó un poco más de tiempo para terminarlo. Si este capítulo es de su agrado, por favor escríbanme unas palabras. ¡Agradezco su continuo apoyo y ánimo!

¡Muchas gracias, mi querida amiga QuevivaCandy! ❤ ❤

–Ms Puddle

Capítulo 7 (Parte 1)

Aunque la Sra. Watts había reservado un compartimiento privado para Candy y para sí, Albert escogió la sección abierta para viajar con los demás pasajeros en dónde los asientos estaban uno frente al otro, siendo su razonamiento, “Cuando viajo solo, prefiero sentarme entre la gente, en lugar de confinarme en una habitación, sin importar el tamaño de ésta. Además, puedo ahorrar algo de dinero”.

Entonces movió juguetonamente sus cejas de arriba hacia abajo. Candy dudaba mucho que él necesitara ahorrar dinero, por lo que observó, “Debes estar bromeando, Tío Abuelo William.”

Incluso la Sra. Watts encontró aquello incomprensible, pero Albert apenas encogió los hombros con indiferencia. “Créanlo o no, George y yo no siempre usamos un compartimiento privado.”

Las mujeres ignoraban que desde su infancia, Albert había sido aislado de las personas, si no es que lo habían aprisionado. No había podido ver el mundo hasta que empezó su vida universitaria en Londres. Compartir los baños y las regaderas ubicadas al final del vagón no era algo de importancia para él. Además, había viajado como un vagabundo después de cumplir los veinte años para experimentar la vida, así que no tenía problema en soportar el ruido y en conocer a toda clase de extraños.

En ese momento, el pito de la parte delantera del tren silbó, y el maquinista gritó, “¡Todos abordo!”

De manera ordenada, los pasajeros empezaron a enfilarse y a tomar sus asientos. De la misma manera, la Sra. Watts, Candy y Albert estaban haciendo cola, esperando pacientemente su turno. En ese momento, alguien gritó desde alguna parte de la plataforma, sobresaltando a todos, “¡¡Señorita Candice… Señorita Candice!!”

Mientras que Candy no podía ubicar muy bien a la persona que la estaba llamando, Albert, siendo mucho más alto, vio a una mujer que se abría paso entre la multitud mientras agitaba un brazo en su dirección. “Es Stacy, Candy,” le dijo a la rubia.

La doncella que había sido muy amable con Candy volvió a gritar su nombre, por lo que Candy respondió agitando ambos brazos por encima de su cabeza, “¡Stacy!”

En cuanto Candy se apresuró en ir hacia Stacy, hubo un revuelo entre los curiosos. Entonces la gente hizo espacio para que las jóvenes pasaran. Albert siguió de cerca a Candy, deseoso por averiguar por qué Stacy había regresado. Entonces vio como la doncella le entregaba algo brillante a Candy, diciendo, “Señorita Candice, se le cayó su tesoro.”

Candy jadeó audiblemente, incapaz de darle crédito a sus ojos. Instintivamente, se acarició la base de la garganta solo para asegurarse de que la cadena realmente no estaba ahí.

“¡Gracias, Stacy! ¡Gracias, muchas gracias!” entonces la joven gritó con profunda gratitud, sosteniendo el broche y el crucifijo cerca de su corazón. Efectivamente ese era su tesoro, el broche que pertenecía al Príncipe de la Colina y el crucifijo que la Señorita Pony le había regalado.

Luego Stacy le mostró a Candy que el seguro de la cadena se había arruinado. “Quizás ya no podía soportar el peso de estos objetos,” le explicó, añadiendo que la joven no debería usarla más alrededor del cuello hasta después de colocarle un seguro más fuerte. “Afortunadamente, lo vi sobre el suelo alfombrado cerca de la entrada del hotel, justo después que usted se había marchado a la estación ferroviaria con Sir William.”

En cuanto observó el broche, Albert estuvo indescifrablemente conmovido al descubrir que Candy lo había traído con ella a Miami. Mientras le agradecía con entusiasmo a la responsable doncella, el tren volvió a pitar y pudieron escuchar gritar al maquinista una vez más, “¡Todos abordo!”

La Sra. Watts había llegado hasta ellos y los había instado a que se fueran con ella, por lo que Candy le dio un abrazo sincero a Stacy antes de abordar el tren con Albert y la Sra. Watts. No llegarían a Nueva York hasta mañana por la noche [1], e iba a ser un largo viaje.

Alrededor de la cena, los tres se reunieron y comieron juntos en el vagón-comedor. La Sra. Watts, una mujer de unos cuarenta años, estaba tan parlanchina como de costumbre, disfrutando el contar interesantes detalles sobre sus viajes como chaperona con diferentes jovencitas. Entonces alabó una vez más a la Señorita Candice por ser tan amable y fácil de tratar, alegando que algunas jóvenes eran imposibles de complacer. Mientras siguió describiendo como ellas la habían hecho sufrir, tanto Candy como Albert permanecían callados, entretenidos con sus historias, pero si pudieran elegir, preferirían viajar sin ella.

Al día siguiente, entre las comidas, Candy no pudo evitar preguntarse qué estaría haciendo Albert. El tren estaba abarrotado de niños, hombres y mujeres, tanto jóvenes como ancianos. Poco antes del mediodía, Candy le dijo a la Sra. Watts que quería ir a dar un paseo para estirar un poco las piernas, y que estaría de vuelta aproximadamente en unos diez minutos. La Sra. Watts bajó su libro y le asintió. “No se demore demasiado, Candice.”

A pesar de todas las distracciones a su alrededor, Albert estaba completamente ocupado con sus documentos y apenas había despegado los ojos de los papeles que tenía en las manos. Candy nunca había visto esta faceta de él, aunque a la fecha trabajar cuando sea que le fuera posible se había convertido en una rutina para él. Con un aura de concentración y determinación, a ella le pareció más atractivo que nunca. No se marchó hasta que él sintió que alguien lo estaba observando, y empezó a estirar el cuello para escanear los alrededores.

De la misma manera, después de almorzar juntos, los tres volvieron a sus lugares. Cerca de una hora más tarde, Candy cerró el libro que estaba leyendo y cerró los ojos, fingiendo estar dormida. En poco tiempo, la Sra. Watts se quedó dormida tal como lo  había esperado. Por lo tanto, Candy salió a escondidas para ir a buscar a Albert. Él no estaba trabajando esta vez, pero se había puesto un par de gafas y le estaba hablando a una hermosa mujer, quien estando sentada frente a él, cargaba a un niño pequeño en su regazo. Sintiéndose un poco celosa, Candy no recordaba haber visto antes a esa joven. El asiento había estado ocupado con anterioridad, por lo que tal vez la mujer había llevado al niño al baño o a cualquier otra parte. La Sra. Watts era una compañera agradable con quien viajar, sin embargo, Candy deseaba poder estar sentada en ese momento al lado de Albert, uniéndose a la animada conversación.

Durante la cena, Candy señaló el par de gafas que descansaban sobre la nariz de Albert, preguntándole con una sonrisa de curiosidad, “¿Por qué las usas?”

Él miró alrededor del lugar antes de depositar los lentes sobre la mesa. “Para evitar problemas,” respondió crípticamente en voz baja, sonriéndole con un dejo de picardía en los ojos. Mientras Candy fruncía el ceño con perplejidad, la Sra. Watts bromeó entre risas, “Supongo que usa esas gruesas gafas, ¿para ocultar su espectacular rostro?”

Él se sonrojó y bajó la mirada, riendo disimuladamente para sí, de manera avergonzada. Su silencio fue básicamente su admisión.

Solo entones Candy comprendió a lo que él se había referido. La Sra. Watts no había exagerado. Él tenía un rostro tan perfecto, sin marcas, ni manchas, y el placentero color azul de sus iris, sin esfuerzo atraía la atención de las personas, igual que el color del cielo por la mañana justo después de la salida del sol en un día soleado. Y no solo eso, ¿Quién no envidiaría sus largas y tupidas pestañas que adornaban sus cautivantes ojos?

Mientras tanto, Albert continuó relatándoles como había coleccionado varios disfraces desde que había comenzado la universidad en Londres. Sus historias intrigaron a Candy, pero al mismo tiempo se imaginaba en qué clase de problemas él se había metido en ese entonces. ¿Había sido Albert un rebelde igual que Terry, quien sin proponérselo había captado el interés de las chicas? ¿También se había involucrado en peleas con pandillas? Después de todo, en Londres había rescatado exitosamente a Terry de unos pandilleros sin salir herido. Entonces se le ocurrió a Candy que quizás Albert se había enamorado durante la universidad, posiblemente más de una vez. Si así fue, ¿Qué había pasado con esas jóvenes?

Candy se dio cuenta que sabía muy poco acerca de la vida privada de Albert, por no hablar de su pasado, y como resultado, su estado de ánimo decayó ligeramente. Lo que había escrito en la carta no enviada a Terry, para ella, Albert seguía siendo un hombre velado por el misterio.

Fue la pregunta de Albert lo que trajo a la joven de vuelta al presente, “¿Recuerdas mis gafas de sol y mi barba, Candy?” [2]

Los labios de él se transformaron en una sonrisa de suficiencia mientras que arqueaba las cejas de manera juguetona. Candy se le estampó una sonrisa en el rostro y soltó una risita, “¿Cómo podría olvidarlo Don Pirata?”

Los dos estallaron en carcajadas, y la Sra. Watts solamente pudo parpadear. La chaperona no tenía idea de que era tan gracioso respecto a esos objetos. Albert observó su expresión en blanco y le contó qué lugares había frecuentado en Londres para empezar su colección, incluyendo el par de lentes de sol con diferentes tonalidades de gris y varias pelucas con sus barbas a juego. La Sra. Watts no puedo evitar molestar al joven, diciéndole que debería haberse aprovechado de su magnífico aspecto. Él se rió entre dientes sin decir palabra, negando con la cabeza en desacuerdo.

Mientras que la Sra. Watts estaba hablando con Albert, la mente de Candy estaba a kilómetros de distancia. Pudo sentir como se sonrojaba cuando sus primeros momentos con Albert cerca de la cascada regresaron en ese momento a su mente, en particular, el preciso instante en que él se levantó del rostro las gafas de sol para revelar sus pupilas en un intento por tranquilizarla. Simplemente con una sola mirada a esos ojos, tan dulces y tan azules, había depositado en él su confianza, creyendo que no era un alguien malo. En ese preciso momento, Candy observó el mismo brillo en los ojos de él, lo que había cautivado su atención en primer lugar.

Sin embargo, cuando Candy recordó el resto del incidente dónde casi se ahogaba, una repentina oleada de timidez la invadió. Después de rescatarla de la cascada, Albert había sustituido su ropa empapada por su propia camisa, la acostó en la cama y la cubrió con una tibia frazada. Mientras esperaba a que ella recuperara la conciencia, había colocado sus ropas cerca del fuego para que se secaran y le preparó una sopa caliente.

Como enfermera, lo que él había hecho después de rescatarla tenía completo sentido para ella. En ese entonces encontrándose empapada hasta la médula, podría haber sufrido de hipotermia. No obstante, su rostro se enrojeció por la vergüenza, y sintió la necesidad de esconderse de él. Hasta ahora nunca le había pasado por la mente que él la hubiera visto. Debió haberla secado con una toalla antes de ponerle su camisa. Aunque su cuerpo todavía no había madurado completamente, ya que tenía trece años, estaba atravesando la pubertad. Sin embargo, ¿Él había prestado atención? ¿Recordaba algo? Y si lo hacía, ¿Qué tanta atención había prestado y cuánto recordaba?

Sintiéndose cohibida e incómoda con todas estas inquietantes preguntas bombardeándola, Candy ya no podía ver de frente a Albert. Honestamente, ni siquiera podía mirarlo a los ojos, y tarde o temprano él notaría su incomodidad. Por lo tanto, Candy los interrumpió, levantándose de la silla, “Por favor, sírvanse disculparme.”

Ni Albert ni la chaperona se esperaron eso de ella, pero ella logró convencerlos, “No tengo mucho apetito. Anoche no dormí bien por lo que me gustaría retirarme y empezar a empacar.”

Poco después de que la Sra. Watts también regresara al compartimiento privado para reunir sus pertenencias, Candy escuchó el silbido del tren. Éste estaba disminuyendo la velocidad, llegando a la estación. Para sorpresa de los tres, el próximo tren estaba completamente lleno, por lo que Albert no podía abordarlo con ellas. Sin embargo, el tren que se dirigía a Chicago contaba con habitaciones.

Sintiéndose decepcionada, Candy frunció el labio inferior y se lo mordió. Más que nada deseaba aparecerse en el orfanato con Albert a su lado. Él intuyó sus sentimientos, que ella estaba molesta y disgustada, así que verificó una vez más con el empleado de la estación ferroviaria. No había nada disponible hasta el día siguiente a primeras horas de la tarde, y no quedaba ningún compartimiento privado en ese tren.

Después de consultarlo con las mujeres, Albert tomó una decisión de último minuto para cambiar los pasajes de ellas por unos nuevos pagando una multa, y también reservó un asiento cerca de ellas. Pasarían la noche en un hotel con el que él estaba familiarizado. Además podría enviar un par de telegramas al Hogar de Pony y a la secretaria de George, para notificarles el cambio de planes.

Siendo un cliente importante del hotel, el encargado de la recepción logró encontrarles a los huéspedes tres habitaciones con buenas vistas a la ciudad. La Sra. Watts estaba inmensamente agradecida de poder relajarse en una bañera y dormir por una noche en una verdadera cama en un ambiente tranquilo, antes de volver a viajar una larga distancia. Si ella tuvo dificultades para dormir en una litera compacta en el interior del compartimiento del tren, ¿Cuánto más Sir William cuando tuvo que flexionar sus largas piernas por un prologando período de tiempo?

Cuando recibieron las llaves de sus habitaciones, el encargado añadió, “Sr. Ardlay, es un honor poder servirle a un antiguo huésped de nuestro hotel. Para expresarle nuestro aprecio, estamos más que encantados de ofrecerle a usted y a sus amigas, entradas de cortesía para cualquier espectáculo que en este momento se esté presentando en Broadway. Yo en lo personal le recomendaría Hamlet. ¡Es una obra magnífica y extraordinaria! Pero por supuesto puede sentirse con la libertad de escoger cualquier otra.”

Albert le agradeció al encargado por las entradas gratuitas. Cuando juntos se retiraron de la recepción, Albert le dio una mirada fugaz a Candy. Ella negó con la cabeza en respuesta a su pregunta no formulada, diciendo, “En esta ocasión ya es demasiado tarde para ver cualquier obra, Tío Abuelo.”

Mientras caminaban sin prisa hacia sus habitaciones, Albert sugirió, “Candy, si no te urge regresar a casa, puedes quedarte un día más en Nueva York.”

Candy percibió que Albert podría regresar mañana a Chicago solo. Sin embargo, la Sr. Watts dijo, “Sir William, yo ya he visto Hamlet dos veces, pero si la Señorita Candice quisiera, puedo volver a verla con ella. Los actores son increíbles, especialmente el que interpreta al Príncipe Hamlet. ¡Terrence Graham realmente le dio vida al personaje!”

Candy únicamente le sonrió. De hecho, de camino a Miami, la Sra. Watts se enteró que la Señorita Candice no había visto la famosa obra. Albert le asintió escuetamente y se volvió hacia Candy, brindándole otra sugerencia, “¿Tal vez yo también pueda verla con ustedes, Candy?”

Sin embargo, a Candy se le ocurrió una excusa valedera, “El Dr. Martin cuenta con que yo regrese a trabajar, Tío Abuelo William.”

“Entonces, queda decidido,” dijo Albert. Con sentimientos encontrados, no estaba seguro si se sentía más aliviado o más animado de que Candy hubiera insistido en no ver a Terry.

Una vez dentro de su habitación, la cama parecía tan cómoda que CanAlbert, Candy, My stories, Relación Peculiardy solo se desvistió y enseguida se metió. Empujando hacia arriba las almohadas detrás de ella, empezó a escribir en su bitácora de viajes para los niños en el Hogar de Pony. Había prometido contarles historias cuando regresara.

Pero pronto su mente se desvió hacia Terry. Los afiches de Hamlet de hecho se encontraban por todas partes como Albert se lo había dicho, pero tenía que admitir que Terry, vestido como Príncipe de Dinamarca, con una espada en la mano y con ojos penetrantes en su rebelde rostro, parecía como si fuera un completo extraño para ella. Hamlet era un héroe trágico, y el personaje parecía estar hecho a la medida para Terry.

¿Cuántos años habían transcurrido desde su ruptura? Parecía haber pasado mucho tiempo ya. Teniendo apenas en ese entonces dieciséis años, Candy había tomado la desgarradora decisión de dejar a Terry, sabiendo que la permanente incapacidad de Susana se habría cernido para siempre sobre ellos, sin importar lo que podría haber pasado después. Tan doloroso como lo había anticipado, poco después del intento de suicidio de Susana, Candy le había dado la noticia a Terry y su rápida aceptación le había caído encima como si fuera un mazo, despertándola del sueño de tener un futuro con él. En ese momento la realidad la había golpeado, él también ya había decidido renunciar a ella y solamente estaba esperando el momento adecuado para hablarle. Por lo tanto, la ruptura había sido una decisión de mutuo acuerdo, y Candy no se había arrepentido de su elección, ni siquiera una vez.

(Continuará)

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