Ms Puddle's Haven

Relación Peculiar Capítulo 10 (Parte 1)

Para aquellas que no están familiarizadas con los spoilers de Candy Candy Final Story (CCFS), por favor sean pacientes conmigo. No quiero repetir lo que Mizuki ya escribió en el epílogo, por lo que este capítulo empieza casi donde el epílogo termina. Debido a esto, algún tiempo ha transcurrido desde el capítulo anterior, así que estén preparadas para encontrar flashbacks aquí y allá. Más adelante les proveeré los links para los spoilers de CCFS.

¡Espero que les guste este capítulo tanto como a mí! Y si ven algún error, por favor amablemente háganmelo saber. 🙂

¡Muchas gracias por traducir, QuevivaCandy, mi querida amiga! ❤ ❤ ❤ ❤

-Ms Puddle

Capítulo 10 (Parte 1)

“Buenas noches, Candy,” le dijo Albert con voz suave justo después de plantarle un beso en la mejilla, su cálido aliento le hizo cosquillas en la oreja. Mientras se iba alejando después de despedirse, ella prácticamente se lanzó hacia él, apoyando una mano sobre el pecho del hombre y la otra sujetando su antiguo diario, el cual Albert le acababa de regresar allá en Lakewood.

Él se puso rígido pero logró aclararse la garganta, murmurando, “Candy…”

Ella musitó, presionando la mejilla contra su confortable pecho, “Por favor… solo cinco minutos. Lo prometo.”

Sentir el suave cuerpo de ella contra el suyo era una dulce tortura, con el libro encuadernado en cuero entre ellos, como si él necesitara un recordatorio sobre la sombra que se cernía sobre su futuro con Candy. Sin embargo, cumplió su deseo y bajó la cabeza, encerrando su pequeña figura entre sus fuertes brazos e inhalando su aroma floral, justo como lo había hecho previamente ese día, cuando Candy había estado derramando incontrolables lágrimas por su querido sobrino, Anthony. A diferencia de hoy por la tarde en el cautivante bosque, ahora ella estaba más bien tranquila y pensativa.

Él no se imaginaba que ella ya lo extrañaba, insegura de cuando volvería a visitarla. Su previa ausencia al día de hoy, había sido agonizantemente larga, y recibir su emotiva carta desde Sao Paulo, había hecho que la espera le fuera incluso más intolerable. ¿Cómo no había podido darse cuenta allá en el apartamento que él era todo lo que ella desearía en un hombre?

De hecho, su Príncipe de la Colina era todo lo que ella deseaba para sí misma. Desde su primer encuentro, él la había visto llorar; ella había subido corriendo la colina, a su refugio, supuestamente para esconderse de todos, incluyendo a sus queridas cuidadoras, solamente para conocer al primer amor de su vida.

Sí, de hecho, ella había vuelto a su primer amor. Últimamente era difícil que pudiera pasar un día sin pensar él. Por lo tanto, en el momento en que la invitó a ir con él a Lakewood temprano por la mañana, no había palabras que pudieran describir su euforia. Él pasaría muchísimo tiempo con ella, lo que significaba que no había olvidado su deseo original de cumpleaños.

Por lo pronto, revivió el momento cuando él amorosamente la había halado hacia su pecho para consolarla, cuando ella se había culpado de ser la responsable de causar la muerte de Anthony. En lugar de restarle importancia o de subestimar su dolor, él había pronunciado, con su voz desbordante de melancolía, “Fui yo quien te adoptó… Fui yo quien ordenó la cacería del zorro…”

Se quedó pasmada por el profundo pesar y la intensa angustia en su voz. Solo entonces se dio cuenta que todos estos años él podría haber estado atormentado por el pensamiento de que él sin quererlo le había quitado la vida de Anthony. Ya que ella comprendía en carne propia el dolor de haber perdido a un ser querido, no podía soportar infligir un castigo sobre Albert como el causante principal de la tragedia.

Sin embargo, ambos estaban involucrados y de alguna manera eran responsables de la desastrosa consecuencia. Había estado sollozando tan intensamente que su cuerpo no podía dejar de temblar y sus lágrimas le habían empapado la camisa a Albert, pero él la había abrazado más fuertemente en la seguridad de sus amorosos brazos, como si hubiera deseado que ella transfiriera su sufrimiento sobre él. Momentos más tarde, él había razonado, que ninguno pudo haber previsto el accidente, así que no era culpa de nadie. Justo entonces, sus palabras milagrosamente la habían liberado; la pesada carga del remordimiento y la culpa le fueron quitadas de encima.

Mientras tanto, se abrazó aún más cerca de él, escuchando los acompasados latidos del hombre y saboreando el calor de su cuerpo, su cálido aliento sobre la coronilla de su cabeza, y su fragancia familiar. Como siempre, había encontrado consuelo en su abrazo y como deseaba que él pudiera sostenerla así por siempre, pero de pronto, la manera en que su costosa camisa de lino arrugada y mojada se había adherido a su pecho por la tarde, delineando sus músculos pectorales, resurgió en su mente. Instantáneamente, su pulso se aceleró y su rostro se enrojeció por el torrente de sangre. En ese momento, la fresca brisa de la noche sopló sobre ellos, enfriando sus cálidas mejillas, agitando su rubio cabello y haciendo que su vestido se moviera como si estuviera vivo.

Cuando se retiró los mechones de cabello del rostro, él no podía apartar los ojos de ella. Antes de que se diera cuenta, alargó la mano para pasar delicadamente los dedos por sus despeinados rizos rubios. Sorprendida, ella miró hacia arriba, solo para encontrarse con su intensa mirada. Mientras lo miraba boquiabierta, tragando saliva y sintiendo mariposas en el estómago, él escudriñó sus facciones, con sus manos deslizándose hacia abajo para ahuecar su rostro. El anhelo brilló en los ojos de Albert cuando abrió su boca, pero nada salió. Un par de segundos después, inhaló con fuerza y de pronto cerró la distancia, besándola.

Ella jadeó, pero era un tipo de sorpresa placentera. Había estado añorando sentir sus labios sobre los ella, así que le respondió con fervor, derramando lágrimas de felicidad. Sintiéndose alentado, profundizó el beso, y ella se derritió en su amor, soltando inconscientemente el diario que había estado sosteniendo. Este le cayó justo en los dedos de sus pies, haciéndola gritar de dolor, “¡Auch!”

Candy se sentó de golpe en la cama, con las mejillas ardiéndole por la vergüenza y con el corazón latiéndole frenéticamente; el sueño parecía tan real que no pudo evitar descubrirse los pies para comprobar si sus dedos estaban lastimados. No, parecen estar bien, por supuesto…

Todavía recuperándose de su descabellado sueño, suspiró, llevándose las rodillas al pecho, rodeando sus piernas con los brazos y apoyando la barbilla sobre sus rodillas. Los chicos que compartían con ella la habitación más grande estaban de momento profundamente dormidos, y se alivió ya que nadie se enteraría que había soñado que besaba a su príncipe. En ese momento, los ojos azules de Albert destellaron por su mente, y ella susurró, “Pequeño Bert… ¿cuándo te volveré a ver?”

Evocó la primera vez que tímidamente lo había llamado “Pequeño Bert”, un nombre dado por su querida y difunta hermana, Rosemary. Las facciones de él se habían roto en una sonrisa de alegría y afecto. Asintiéndole para alentarla, le había dicho, “Me gusta, Candy, me gusta mucho.” Luego, con valor, ella había intentado decirlo en voz más alta, “¡Pequeño Bert!

Él pareció encantado, acariciándole con ternura el cabello y mirándola tiernamente a los ojos. “Sí, eso es.”

Luego ella se había reído, alejándose inesperadamente de él. “¡Atrápame si puedes, Pequeño Bert!”

Riendo alegremente a carcajadas, él gustosamente había aceptado su desafío y en un santiamén la atrapó por los hombros, y haciéndola dar la vuelta para que quedara frente a él, murmuró, “Siento que estoy bajo tu hechizo, Señorita Hechicera.”

Ella se desplomó por la risa. Debía de ser el hechizo que le había lanzado tiempo atrás antes de su cumpleaños. “Ahhh, ¡entonces después de todo mi hechizo está funcionando!”

Solo entonces él la había soltado y continuó recorriendo junto a ella las instalaciones de la villa de los Ardlay en Lakewood. Hasta ahora había sido el día más feliz de su vida, incluso más feliz que su vigésimo primer cumpleaños en Chicago cuando él le dio regalo tras regalo.

Su amor y consideración para celebrar su cumpleaños la había conmovido hasta las lágrimas, pero en el fondo, atesoraba su presencia más que cualquier otra cosa. Ahora, casi dos semanas habían pasado desde que su príncipe había pasado todo un día con ella en ese maravilloso día de verano, solo ellos dos, un día domingo. Después de pasar varias horas en Lakewood, por la noche la había llevado de vuelta al Hogar de Pony. Luego, abrazándose el uno al otro, él de hecho se había inclinado hacia adelante, escudriñándole el rostro y pasándole sus cariñosos dedos por sus rizos, tratando de alisar por ella su cabello despeinado por el viento como en su sueño, pero en breve respiró profundamente y se alejó, diciéndole una vez más buenas noches y dirigiéndose hacia su auto.

Regresando al presente, mientras la luz previa al alba inundaba la habitación, Candy sintió que sus mejillas poco a poco se iban enfriando. Se preguntó si Albert ya había recibido su carta, la carta que ella había cerrado con amor y gratitud, desde lo más profundo de su corazón. Justo como había previsto, aquella noche no pudo dormir a pesar de estar exhausta por el trabajo de aquel día. Había estado ansiosa por saber cómo reaccionaría Albert. ¿Le escribiría una respuesta o le haría otra visita sorpresiva? Si le dieran a escoger, esperaba verlo en persona. Sufría por la añoranza de sentir sus protectores brazos a su alrededor.

Albert generalmente iba los domingos cuando era seguro que Candy tenía el día libre. Algunas veces ella tenía que trabajar los sábados, pero no hoy. El Dr. Martin había hecho nuevos amigos en el pueblo, y hoy irían juntos de pesca.

Justo entonces, Candy tuvo la necesidad de ver el amanecer, así que con cuidado salió de puntillas de la cama, tomó su bata y en silencio con los pies descalzos se retiró de la habitación. Después de la remodelación, gracias a la generosidad de Albert, el piso ya no crujía con cada paso, así que ningún alma fue perturbada cuando se dirigió al baño al final del pasillo.

Habiendo suficientes ventanas cerca del techo en ese baño comunal, no había necesidad de encender la luz durante el día. Rápidamente se lavó la cara y se peinó el cabello, atando su larga cabellera hacia arriba en una cola de caballo. Cuando estuvo satisfecha con su aspecto, fue directamente a la entrada principal y se puso la bata. Como esperaba, afuera estaba un poco frío, y también muy brumoso, pero poco le importó. Se sabía el camino de memoria.

Le gustaba ir a la colina sin zapatos, y ahora mismo disfrutaba sentir el rocío del pasto bajo sus pies. La Señorita Pony una vez la había amonestado, “Ese no es un buen ejemplo para los niños, Candy.”

Sin embargo, Candy de momento se encontraba a solas, y si Albert realmente hablaba en serio respecto a su relación, no sabía cuántas veces más podría subir descalza la Colina de Pony o si podría volver a sentir el pasto con los dedos de sus pies. Con todo, por su amado Príncipe de la Colina, estaba dispuesta a renunciar a todo eso, y oraba que su mensaje en su larga carta fuera lo suficientemente claro para él. Sí, Albert, mi felicidad yace en ti y solo en ti. Te necesito, y cuando me abrazas percibo que tú también me necesitas a mí. Cada vez que nuestros ojos se encuentran, siento un amor como nunca antes lo había sentido…

Aquel día en Lakewood, después de abrir la puerta que daba salón conmemorativo familiar, Albert había tomado de encima de su escritorio una cajita de terciopelo que tenía grabada la insignia de los Ardlay. Luego, tomándole una de sus manos, le estiró delicadamente los dedos a manera de dejarle la palma expuesta, donde le colocó la cajita de terciopelo. Dándole la vuelta después de abrirla para mostrarle su contenido, él había señalado, “Para ti, Candy.”

Mientras que ella solo podía mirarlo fijamente, sorprendida por volver a ver el conocido broche de plata, él le había explicado, “Esto debe ser transferido al heredero varón, ¿pero quién dice que yo no puedo cambiar la tradición? Por lo tanto, por favor acepta esto como mi regalo para ti, Candy. Sé cuánto significa el broche para ti, así no me vas a… me recordarás…”

Él había titubeado, desviando la mirada hacia un retrato prominente no muy lejos de ellos. Entonces, como si nada especial hubiera pasado, él le presentó a la hermosa y bien parecida pareja del retrato, “Candy, ¿quieres conocer a mis padres?”

Ella podía ver amor en sus ojos azules, pero su mente estaba absorta con sus previas palabras, me recordarás…

Creía que él se refería a su primer encuentro en la colina, donde ella había encontrado el broche. Ya que este siempre lo había representado a él, a ella le afecto que él quería que nunca lo olvidara.

“Príncipe de la Colina…” murmuró en ese momento para sí, buscando a su alrededor el lugar en donde Albert había estado de pie después de haber conducido desde Chicago hasta el Hogar de Pony, en un espléndido día de primavera para confesarse ante ella. Aunque George pronto había interrumpido su maravillosa confesión, ella nunca podría olvidar el momento en que él le había respondido con los ojos húmedos y la voz entrecortada, “…también eres linda cuando lloras, pequeña…”

Anthony le había prometido ir con ella a la Colina de Pony, pero había fallecido. Terry se había parado en ese suelo en invierno por un breve momento, pero sin ella. Solo Albert, su príncipe, había compartido este refugio con ella, una y otra vez. Después de todo, ellos habían sido atados por un hilo invisible.

“¿Un hilo invisible? ¿A qué te refieres?” Albert se había quedado desconcertado por su observación. No pudo permanecer mucho tiempo con ella para celebrar su cumpleaños. Cuando tuvo que irse con George, ella aprovechó la oportunidad para agradecerles a los dos por todos los regalos de cumpleaños, especialmente por buscar arduamente para ella a César y a Cleopatra. Cuando George había bajado humildemente la cabeza y se deslizó en el asiento del conductor, esperando a su joven jefe, Candy había pronunciado, “Igual que los caballos, ellos estaban destinados… después de ser vendidos por separado a diferentes dueños, ahora pudieron volver a estar juntos, felices…” había continuado su pobre intento por articular sus pensamientos, pero su voz se fue desvaneciendo. Sin embargo, Albert la había comprendido simplemente con mirarla a los ojos. “Candy, lo entiendo. Opino exactamente lo mismo. Es muy cierto.”

Luego, plantándole un ligero beso en la frente como normalmente se despedía de ella, añadió, “Disfruta el resto de tu día especial con tus amigos, Candy. ¡Feliz cumpleaños!” Él no podía siquiera imaginar cuanto ella preferiría pasar el día con él, a solas.

De todas formas, Albert realmente comprendió lo que Candy había insinuado. Más tarde en una de sus cartas hacia ella, había sacado a colación el tema y reconoció que ellos habían sido atados por un hilo invisible; sus caminos de alguna manera se habían cruzado una y otra vez a pesar de haber estado tan separados por mucho tiempo.

Pensándolo bien, incluso su fuga cuando era joven lo había dirigido hacia una pobre pequeña que vivía a varias horas de distancia en auto, para consolarla y alentarla a sonreír. Desde entonces, ninguno de ellos pudo olvidar los detalles de ese breve encuentro, como si sus vidas ya estuvieran conectadas. Por lo tanto, Candy de todo corazón quiso decir lo que dijo cuándo le escribió en su carta, ‘Yo… estoy profundamente agradecida con mis padres, quienes me abandonaron en el Hogar de Pony. Gracias a ellos, ¡es por eso que pude conocer a Albert!’

Oh, a estas alturas como extrañaba a su príncipe; su corazón se oprimía con profundo anhelo. ¿Será posible que yo haya malinterpretado sus intenciones al regresarme el diario? Él desea que yo sea feliz, ¿cierto?

Sacudió la cabeza con fuerza como si estuviera tratando de empujar cualquier duda persistente hacia el rincón más recóndito de su mente. ¡Mis días en Londres nunca se compararán con el tiempo que he compartido con Albert hasta ahora! Luego habló con Anthony en su mente, Anthony, por favor, por favor vela por mí… seguro conoces mis sentimientos por tu tío… ¿Pero que hay con él? ¿Él los conoce?

“Candy,” dijo la Hermana María, sacando de golpe a la joven de su ensueño. “Tienes una visita, de Chicago-”

Antes de que la mujer pudiera terminar, la joven estaba excesivamente emocionada. Abrazó a la Hermana María rápidamente para agradecerle, se soltó la cola de caballo y descendió la colina a toda velocidad.

“¡Candy, espera!” le gritó la Hermana María, pero la rubia ya había desaparecido entre la densa niebla.

Si Candy no hubiera estado extrañando tanto a Albert, habría notado el ceño de preocupación entre las cejas canosas de la Hermana María. Cuando Candy vio el pulido auto negro con la insignia de los Ardlay estacionado cerca de la entrada, ni siquiera se detuvo antes de empujar la puerta principal del orfanato.

“¡Albert!” lo llamó con entusiasmo, recorriendo rápidamente con la mirada todo el vestíbulo.

La Señorita Pony asomó la cabeza por la puerta de su oficina, lista para hacerle una seña para que entrara, pero antes de que Candy pudiera reaccionar, la Tía Abuela Elroy apareció desde el interior de la oficina, apoyando su peso sobre el brazo de su mucama personal. Candy debería de haber sabido que Albert generalmente no conducía un auto con la insignia familiar. Entonces escuchó, “Candice, ¿es así como saludas a una persona mayor por las mañanas?”

Madam Elroy la observó de arriba abajo y contrajo su arrugado rostro en señal de desaprobación. Candy instantáneamente se ruborizó por la vergüenza. Deseaba poder esconderse en ese instante, ya que era consciente que posiblemente podía parecerse más a una campesina. Sus rizos estaban despeinados, vestía su pijama y bata, y sus pies estaban sucios por la hierba húmeda y la tierra.

(Continuará…)

Relación Peculiar

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